- David Crevillén - GrupoDC Solutions / Beatriz
ETA, Desarme, disolución... ¿justicia, olvido y perdón?

Year · - Week 19
ISSN 2603 - 9931
Es complicado hablar de ETA sin caer en la banalidad de un discurso político. Pero a fin de cuentas, el propio terrorismo es política. Política a través del miedo y de las armas. Y en el caso de ETA de la cobardía del tiro en la nuca y del coche bomba, sin posibilidad de reacción. Esta semana teníamos programado hablar de un tema que no tenía nada que ver con éste, evitando la reacción en caliente. En nuestro camino se ha cruzado una entrevista a Irene Villa en Informe Semanal y no hemos podido sino cambiar el tema. Y escribir. Por la deuda moral que, como españoles, con independencia de género, profesión o bagaje, tenemos con las víctimas del terrorismo etarra. Más de mil. No lo olvidemos. De las cuales, casi mil, 829, muertos.
“¿Dónde estabas cuando lo de Miguel Ángel Blanco?” ¿Algún español no se acuerda de aquella tarde aciaga de un mes de julio de 1997? De esas 48 horas en las que, a pesar del sol y del cielo azul del verano los españoles conteníamos la respiración esperando que los peores presagios no se cumplieran, con una confianza débil, como un mantra, en el “no van a ser capaces. No puede ser”. Y fue. Y por un segundo dejamos de respirar con el alma rota. ¿Algún español no se acuerda de la mirada desorientada y el rostro famélico de Ortega Lara bajando del coche tras ser liberado por la Guardia Civil del zulo de Mondragón en el que estuvo recluido durante casi dos años (532 días)? ¿Algún español no se acuerda de las imágenes del atentado en la casa cuartel de Zaragoza, en las que un guardia civil ensangrentado llevaba a una niña en sus brazos, donde fallecieron las gemelas Miriam y Esther de solo tres años y medio? ¿De la madre de la propia Irene Villa también ensangrentada en el suelo de Madrid con una pierna amputada por la deflagración de un coche bomba? ¿De la matanza de Vallecas, con otro coche bomba, con seis muertos y once heridos, con aquel chico gritando “asesinos” en la calle a los que eran unos asesinos, sin más calificativos? ¿Del atentado de Hipercor, en Barcelona, la misma ciudad a la que la hipocresía de Arnaldo Otegui defendía el pasado 1 de octubre, con otros 21 muertos tras la explosión de un coche bomba en el aparcamiento subterráneo del centro comercial? ¿Del tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez mientras comía en un restaurante de San Sebastián con su teniente alcalde, María San Gil? ¿Algún español no se acuerda de los perseguidos y amenazados, de Gotzone Mora, de Edurne Uriarte, de Juan Pablo Fusi, de la propia María San Gil, políticos, profesores, funcionarios? ¿De Pilar Elías, que tras perder a su marido concejal de UCD en 1980, tiroteado en una carretera a la salida de Elgoibar, hubo de vivir sobre la tienda que el asesino montó en su edificio? El hostigamiento de la kale borroka. Solo son ejemplos. Los que nos vienen a la mente sin usar Google. Una representación mínima, MÍNIMA, de esas más de mil víctimas.
En 2011 ETA declaraba un alto el fuego unilateral e indefinido. En 2017 llegaba el desarme. En 2018, anunciaban su disolución. Unilateralmente. Con una suerte de aura de bondad en la que voluntariamente, perdonaban la vida, prospectivamente, de nuevas víctimas potenciales, para avanzar en el proceso político de la independencia de Euskadi por medios no violentos. Quizás hayan ganado mayores cotas de legitimidad entre sus bases sociales, desgastadas de clandestinidad y ya faltas de una causa que hacía aguas desde hace años. Quizás hayan recuperado peso específico en el panorama político radical vasco, aprovechando la emergencia de nuevos partidos de izquierda a los que es necesario hacer de contrapeso para no perder la calle. Son explicaciones plausibles para buscar la supervivencia eludiendo la justicia.
Pero la victoria no es de ETA. Que ETA deje de matar no es fruto de un repentino acto de contrición y dolor de los pecados. Es fruto de cuarenta años de duro trabajo de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, no siempre en las mejores condiciones posibles, ni -tampoco lo olvidemos- con todo el apoyo institucional deseable hasta que también las instituciones públicas se convirtieron en objetivos. Es fruto de una decapitación tras otra de la estructura terrorista hasta imposibilitar su recambio, hasta convertir la cabeza de la hidra en jóvenes sin experiencia con escasa capacidad operativa. Y es trabajo de una sociedad, la española en su conjunto, y la vasca en particular, que no ha cedido al terror. Un trabajo de resistencia. Un trabajo de resiliencia. Cuarenta años de trabajo. Más de mil víctimas. Algunas han recibido justicia. Otras todavía la esperan, e incluso cabe la posibilidad de que ese momento nunca llegue. Ello nos obliga a mirar incómodamente a la otra cara de la moneda: donde una víctima no recibe justicia un asesino queda impune. El dolor es gratuito. El terror sembrado es gratuito. La victoria de ETA no es el buenismo contrito de dejar de matar, es quedar impunes.
Las opciones que nos quedan son el olvido, la amnistía. El perdón, seguir adelante. Olvidar es imposible, no en nuestro nombre, no en nombre de una sociedad que ha llorado a sus casi mil víctimas mortales, a sus más de mil víctimas del terrorismo cobarde etarra. Olvidar cuando hechos como el de Alsasua nos recuerdan que ETA no mata porque ya no tiene capacidades, pero existe otro terrorismo de baja intensidad donde ciudadanos de una misma localidad están segregados en mayoría y minoría por líneas ideológicas y profesionales, donde tomar un café en un bar de Azcoitia es una misión imposible para una concejal del PP como Pilar Elías. Olvidar es imposible cuando celebrar el día de la madre -ayer, 6 de mayo- significa visitar el cementerio y llorar a tus muertos, a los que deberías haber sobrevivido pero que te fueron arrebatados.
Perdón. El perdón es una virtud cristiana, una meta que se debe trabajar concienzudamente. Podemos perdonar ante la contrición -si bien forzosa- de la cárcel. Perdonar como seguir adelante, como acto de resiliencia, de resistencia ante el dolor, de altura moral. ¿Pero cómo vamos a perdonar a unos asesinos impunes, cuando una madre visita a su hijo en el cementerio mientras su asesino se toma un café en un bar al que posiblemente a esa madre ni tan siquiera le dejarían entrar?
Podríamos hablar de historia. De la épica nobleza castellana. Podríamos hablar de una sociedad, la española, que aun desgarrada, ha seguido avanzando a lo largo de los siglos. Podemos hablar de memoria colectiva, de no olvidar a nuestros muertos, porque el terrorismo -algo que tampoco debemos olvidar- tiene por objetivo a la sociedad entera, no solo a las víctimas que mata. Olvidar a nuestros muertos significa olvidar el objetivo que ha pendido de nuestras nucas durante cuarenta años. Olvidar a nuestros muertos significa dar impunidad moral al asesinato. No podemos perdonar la impunidad.
Sin justicia, no podemos olvidar ni perdonar. Por deber moral. Por deuda de honor. Por nuestras víctimas. Por nuestros muertos.